Sin nuestros límites no resultamos tangibles a los otros, aparecemos como algo vago, mal definido.
R. Sellin del libro Le persone sensibili hanno una marcia in più
Si hay algo que preocupa en el ámbito de la educación son los límites, pero hay una fina línea que separa el límite del abuso de poder y su desconocimiento, o el miedo a traspasarla, pone en dificultades a padres y maestros.
A lo largo de los últimos años, he observado, en diferentes conversaciones y debates, que muchas de las personas que se manifiestan en contra de los límites, en realidad, están mostrando su rechazo al abuso de poder. Y en eso estamos completamente de acuerdo, pero poner un límite no es lo mismo que hacer un ejercicio de poder.
«No metas los dedos en el enchufe» es un límite. «Ahora no tengo ganas de jugar» es un límite. «Si quieres gritar sal al jardín, tus hermanos duermen» es un límite. ¿Cuándo, entonces, un límite se convierte en un ejercicio del poder? Cuando el motivo por el cual se establece no tiene nada que ver con la intención de ofrecer un entorno seguro para uno mismo y para la persona a la que se limita.
No meter los dedos en el enchufe protege al niño de un riesgo de graves consecuencias. Expresarle la propia necesidad de no participar en algo protege el propio bienestar, el suyo -ya que no se convertirá en deudor de algo que hemos hecho exclusivamente por él- y el de la relación -ya que aporta claridad. Mostrar respeto hacia la necesidad del otro -la de gritar- y hacia la del resto del grupo -la de descansar- y aportar una solución para conseguirlo -salir al jardín a gritar- genera un aprendizaje para poder vivir en sociedad sin perder la individualidad.
Sin embargo, si el único motivo del establecimiento del límite es el de la necesidad de ser obedecido, el límite pasa a ser automáticamente un abuso de poder: cuando se exige un silencio que no es estrictamente necesario o incluso absurdo, cuando se limita el movimiento sin que éste suponga un riesgo ni perturbe al grupo, cuando se impide atender una necesidad básica y real (hambre, sueño, ir al baño o atención) sin que haya un motivo de fuerza mayor que haga imposible cubrirla.
Por otro lado, frases como «¡Estate quieto!», sin más explicaciones y sin que la situación muestre de forma evidente que estarse quieto es necesario, podría ser entendido por el niño o por otros adultos que vean la situación como un abuso de poder aunque hubiera una justificación para poner este límite. En cambio, «Estate quieto o ve al otro sofá a saltar, estoy trabajando y así no me puedo concentrar» o «¡Quieto!», dicho cuando el niño está a punto de cruzar con el semáforo en rojo, serían comprendidos como límites.
Puede parecer una cuestión de uso del lenguaje pero, naturalmente, va más allá y puede tomar formas muy sutiles. ¿Cómo, en estos casos en los que la sutileza nos hace trampas, podemos diferenciar un límite de un abuso de poder? Una forma es observar el efecto que produce:
Tere Puig
Pingback: Los efectos de la ambigüedad (o crecer sin límites claros)
Gracias, María.
¡Nos alegra que te guste!
Muy, muy buen artículo.
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