Paternidad y nutrición no son palabras que pongamos juntas habitualmente. Y quizá vale la pena hacerlo más a menudo. La nutrición paterna tiene otro sabor, es distinta a la materna, nos completa.
En la mayor parte de las culturas tribales, padres e hijos conviven en un clima de cordial tolerancia. El hijo tiene mucho que aprender, de modo que padre e hijo pasan horas juntos fabricando puntas de flecha, reparando una lanza o siguiendo la pista a un animal astuto. Cuando un padre y un hijo pasan largas horas juntos, lo que aún hacen algunos padres e hijos, se puede decir que, como si de alimento se tratase, una sustancia se transfiere del cuerpo más viejo al más joven.
En nuestro tiempo, la mente intentaría definir el intercambio entre padre e hijo como un proceso de imitación. Pero yo creo que lo que en realidad ocurre es un intercambio físico, como si una sustancia pasase directamente a las células. El cuerpo del hijo —no su mente— recibe, y el padre da este alimento a un nivel muy por debajo de la consciencia.
El hijo no recibe una curación por imposición de manos sino corporal. Sus células reciben cierto conocimiento sobre el cuerpo masculino adulto. El cuerpo más joven aprende a qué frecuencia vibra el cuerpo masculino. Empieza a percibir la canción que cantan las células del varón adulto, y cómo bailan las encantadoras, elegantes, solitarias, valientes, semiavergonzadas moléculas masculinas.
R. Bly del libro Iron John